jueves, 26 de junio de 2014

Sus ojos azules como el cielo.

   Hay días en los que es muy necesario llorar. Luego de mucho estrés, luego de mucho trabajo, de repente llegan gritos y reclamos en lugar de preguntar porqué pasan las cosas. En lugar de preguntar como estoy, llegan y me reclaman por no estar en tal lugar y en tal estado de ánimo. Me juzgan mala persona por no querer ir a ver a mi abuelo. No hay cosa que digan que me haga pisar ese hospital para ir a ver a mi abuelo. Ya he ido, no quiero volver. Me gustaría, por ejemplo, ir yo sola a cuidarlo. Estar a solas con él, pero nunca con gente. Cuando estamos mi abuelito y yo, puedo ser yo misma. Puedo platicar y hacerlo sonreír. Me hace sentir bien. Cuando hay otras personas no, simplemente no me gusta. No me gusta porque no puedo ser sincera. No puedo ser lo mismo.
 
    Él es la persona más vívida que conozco. La fuerza de su mirada. La alegría de su sonrisa. Sus vivencias, sus conocimientos, ¡Sus poemas! Amo sus juegos y sus poemas. No puedo verlo acostado en una cama de hospital. En su camita sí, pero no en una cama de hospital. No puedo ir porque esta vez me toca a mi darle fuerza a mi mamá y no puedo llorar con ella. No puedo significar una carga más para ella. No puedo hacerle daño a su estabilidad mental o física. No he podido hablar de esto con nadie. Sin embargo, todos los "puedo" de este párrafo son más bien un "quiero". No quiero buscar la fuerza para hacer todas esas cosas. No quiero tampoco la debilidad que ésto implica.


   Les contaré como es mi abuelo. Imagínense un señor lleno de manchas y arrugas que solía medir 185cm y pesar como 98kg. Unos ojos azul grisáceo siempre abiertos y curiosos. Su alegría por las pequeñas cosas de la vida, como una planta o una piedra era comparable con la de nosotros cuando veíamos sus muñecas hechas de pañuelo en cuestión de segundos con las que platicábamos y de las cuales oíamos secretos maravillosos. Un hombre con camisa, pantalón, zapatos y cinto SIEMPRE y para los eventos formales, el mejor de los trajes y el mejor de los peinados. Siempre sonriente, siempre pensando, siempre con apariencia de estar imaginando.

   ¿Han escuchado la canción de "El ropero" de Cri-Cri? Bueno, mi abuelito no tendá un ropero, pero tiene dos cuartos con cosas impresionantes en el que pasaba la mayoría de su tiempo. Leyendo periódicos viejos, pintanto cosas en color dorado y plateado. Armando exposiciones dignas de museo con sus curiosidades como la máscara luctuosa del general Pancho Villa y las muchas monedas de distintas denominaciones y países que tiene, incluso, enmarcadas en la pared. No importaba el polvo, me encantaba ser parte de las incursiones en el mundo del recuerdo y la fantasía de mi abuelo. También no hay que olvidar su colección de piedras de todos los tamaños. Aquélla que, cuando era pequeña, le ayudé a completar y le pedía ansiosamente me las heredara. Herencia que, con el tiempo se fue transformando en un ruego a que me regalara sus libros. Todos esos libros polvorientos que leyó y leyó hasta que sus ojos dejaron de responderle.

  Recuerdo también esos paseos en auto, las lecciones de manejo y todo el trabajo en "El Ranchito" dónde descubría los tesoros más maravillosos: pedazos de mármol, zapatos, columpios. Ese ranchito en el que durábamos toda la noche en familia cantando canciones en pedacitos porque no se las sabía enteras y canciones rancheras que repetíamos cuantas veces aguantaban los pulmones. Me ha gustado toda la vida cantarle. Oírlo cantar, bailar con él, cantar con él son las mejores cosas que me han pasado en la vida. Son las que me han hecho disfrutar verdaderamente de mi estadía en éste planeta. Es con él, con quien descubrí mi pasión por las artes y por él por quién decidí ser siempre la mejor que pudiera en ello.

   Es por todo esto que, ver a ese hombre sabio de pocas pero precisas palabras, tendido en una cama de hospital entre otras dos camas separadas solamente por unas cortinas, me resulta tan difícil. Verlo cansado en lugar de bailando, me parte el corazón y me hace llorar del miedo ande su inminente y cada día más cercana partida. No tengo suficiente entereza por que con quien siempre he llorado es con mi mamá o con aquélla mujer que tengo prohibido ver. Es sólo con ellas con quien me permito ser 100% débil y abrirme a lo que siento sin tapujos ni retener nada. No tengo dónde desarmarme para volver a unir las piezas y coger mi entereza para transladarla al hospital. Simplemente no puedo y no quiero llorar y el miedo que siento es muy fuerte así que prefiero trabajar, dormir y estudiar. Prefiero ignorar esa realidad en la que, mi hombre fuerte y admirable, es ahora sólo admirable. Ahora mide incluso menos que yo y pesa sólo 70 kg. Camina lento, habla entre dientes y duerme todo el día. Me siento débil y aparte de todo inutil porque no puedo hacer nada por él y no quiero ir no más a estorbar. Si por mi fuera, lo cuidaba toda la noche, pero él no se deja cuidar por alguien que no sea mi mamá. También mi mamá está cansada y eso me asusta aun más. Mis figuras de fortaleza se están viniendo abajo. Clara señal de que todo rastro de adolescencia y niñez han quedado atrás y no hay quién me pueda proteger de nada. Se están muriendo todos los símbolos de mi niñez y, no es que no me sienta adulto, que en realidad sí me siento como tal, pero la verdad él es como el fusible que me repone la luz que llevo dentro. Me repara como lo ha hecho por años con su propio sistema eléctrico. Todo lo logra con simplemente un poema, una historia o una pregunta acerca de Sócrates.

   Lo bueno, dentro de lo que cave, es que ya mañana él estará en su casa. Con su cuarto completamente distinto pero sin soledad alguna. Ni siquiera las medallas colgadas en la pared, las distintas lámparas, radios y aparatos o sus monedas enmarcadas, permanecerán en él. Todos será distinto pero él seguirá allí. Platicándome un rato más sus historias. Leyendo un rato más el periódico. Escuchando un rato más mis poemas. Viviendo.