sábado, 22 de junio de 2013

Mi “Erase una vez…”

    Erase una vez un día cualquiera. De esos llenos de melancolía en los que, como persona “grande” el mundo te queda demasiado chico y deseas escapar. La rutina me estaba lastimando y mis ojos lo reflejaban. El ir y venir constante de un sitio al otro, a veces, en un automóvil diferente, me puso de mal humor. Entré a la casa con un olor a cigarro que a mis abuelos ha de avergonzar pero los saludé con la sonrisa más grande que pude hallar. Una sonrisa que me protegía de las calamidades que trae consigo la debilidad. Me dirigí hacia la habitación y al salirme de su vista, la sonrisa desapareció y me sentí hastiada de la existencia.
    Como ha sido mi costumbre, al entrar en aquél cuarto, cerré tras de mí la puerta y me tumbé sobre la cama con la luz prendida y con mi siempre compañera, Chichina Elizabeth, mi bebé inanimada. Esa muñeca que ha pasado tantos años como yo en esta tierra y que a nadie más que a mí le gusta por su apariencia un tanto tétrica por el maltrato. Y la abracé. La abracé tan fuerte que de mis ojos salieron unas lágrimas. Me encontraba tan cansada y tan lejos de un hogar. Todo empezó a ser diferente y el enojo que tenía se convirtió en tristeza.
Esa muñeca que tantas cosas ha vivido a mi lado, qué siempre portaba un vestidito rosa, antes mío, hasta ella era diferente. Las innumerables costuras estaban a punto de romperse asustando a mi corazón por miedo a que mi compañera quedara incompleta. Sus brazos disparejos por los remiendos son tan delicados, su cuello gira por el arreglo de alambres que mi madre efectuó. Sus ojos tristes y nublados por accidentes durante mis juegos, la falta de pestañas. Esos ojitos redondos y azules, me miraban. Yo la abrazaba con tanta fuerza que la sentía, como siempre real y le decía: mi niña, mi bebé. Me siento tan sola.
      Y lloré, lloré hasta  caer dormida con ella entre mis brazos. Ya no tenía su vestido rosa. Ya no había en ella cabello rubio y rizado. Sus dibujadas facciones a base de pincel, pues es ensamblada a mano (eso supongo ya que está firmada), habían desaparecido y ella no era la única que había cambiado. Yo también, antes de ser grande, fui más bonita. Mi espalda no dolía, mis ojos eran azules, como los de mi muñeca, mi cabello resplandecía con el más puro color oro cayendo en caireles tras mis hombros y mi cuerpo era pequeño, dulce y frágil como mi voz. Y ella estuvo ahí.
      Cuando desperté por el frío de la noche seguía entre mis brazos. Besé su frente y comencé a platicar. De esas pláticas monologo que solemos tener cuando niños haciendo las correspondientes pausas para “esperar una respuesta”. Por un momento, me sentí como en casa. Por un momento la tristeza desapareció y esa sonrisa fingida de horas antes, fue más sincera que irreal. Estaba ahora con mi mejor amiga, con mi mejor compañera. Le estaba platicando mis penas, mis alegrías y meciéndola entre mis brazos como, tal vez, hacen las mamás. Llené de besos su frente como cuando pequeña y le pedía constantemente no me respondiese pues no quería tener que deshacerme de ella por miedo, no quisiera nunca temerle.
      Se hizo tarde y apagué la luz. Estando metida entre las cobijas, decidí retomar el sueño y ella estuvo ahí. Durmió entre mis brazos como en innumerables ocasiones y fui feliz. No sé de qué trataron mis sueños, no sé si dormí tapada o no, pero a la mañana siguiente, aunque aun un poco triste por razones circunstanciales, sentí el “calor” de su abrazo en mi lado izquierdo y en mí hallé la certeza de que no debía estar en ningún otro lugar.

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